La estrategia global de Washington tras Irak y Afganistán
Juan Gabriel Tokatlian / LA NACION
Martes 16 de noviembre de 2010 | Publicado en edición impresa
Las derrotas, particularmente las militares, generan dos procesos, uno dramático y el otro promisorio: frustración y reflexión. Aunque Estados Unidos no se ha ido definitivamente de Irak, su revés ha sido contundente. Ahora, las filtraciones recientes de WikiLeaks le agregan deshonra. La historia será inclemente con George W. Bush y su "guerra de elección" y no habrá que descartar juicios internacionales a su administración en el futuro.
Pero Estados Unidos tampoco planea, en el corto plazo, abandonar Afganistán, y su revés allí, junto con la OTAN, será elocuente. Estos dos anunciados fracasos político-militares vienen generando una polémica interesante que se incrementará en intensidad y alcance.
En el debate entre militares y expertos cercanos al ámbito castrense que reflejan las principales revistas de las fuerzas armadas y medios especializados predominan la ortodoxia convencional y sus variantes formales, lo que no ha llevado a que el poder político en Washington reaccionara. La administración del presidente Barack Obama y las voces más ponderadas y progresistas, dentro y fuera del gobierno, están a la defensiva. El avance del músculo militar sobre el tacto diplomático ha sido tan revelador (y preocupante) en las últimas dos décadas que se han debilitado el efectivo control civil y el comando político de las fuerzas armadas.
Un ejemplo es que la estrategia de primacía de Estados Unidos, que se esbozó tenuemente después de la Guerra Fría y se desplegó con mayor vigor después del 11 de septiembre de 2001, no se ha alterado de modo significativo. Esa estrategia tiene un diktat específico: Estados Unidos no tolera ni tolerará el surgimiento de un poder de igual talla, sea éste un viejo enemigo, un nuevo adversario o un tradicional aliado. Lo que varió de Bush a Obama es el estilo de la primacía, no la sustancia: se pasó de una estrategia agresiva a una calibrada. En esa dirección, lo más probable es que hacia el futuro inmediato predomine lo que ya está sucediendo: la principal lección que militares y civiles han sacado de los desatinos en Medio Oriente y Asia Central, así como de fenómenos terroristas en otras latitudes, es que Estados Unidos debe revitalizar la contrainsurgencia y prepararse para contiendas planetarias y prolongadas.
Habrá que ver cuál es el efecto de este ajuste táctico en América latina. La región ya conoce lo que sucedió en su propia geografía después de que, entre mediados de los años 50 y principios de los 70, se produjeran los conflictos de Corea y Vietnam y el mundo viviera la hora de la descolonización. Hay indicadores -el auge de un neogolpismo (Honduras, Ecuador), el aumento de gastos militares (Colombia, Venezuela, Chile, Brasil), más fuerzas armadas involucradas en la lucha antidrogas (México y América Central), el resurgimiento de tensiones bilaterales (Colombia-Venezuela, Perú-Chile, Nicaragua-Costa Rica), entre otros- que exigen contemplar que el militarismo sigue latente en la región.
Mientras tanto, es crucial seguir de cerca el desarrollo estratégico en Estados Unidos. Una opción hoy poco contemplada en ese país es lo que Eric Nordlingler (1939-1994), el último gran experto en la materia, llamaba aislacionismo reconfigurado ( isolationism reconfigured ). Esta estrategia es minimalista en lo militar, moderadamente activa en el terreno de los valores (derechos humanos, democracia, pluralismo) y muy intensa y amplia en la diplomacia económica.
En su criterio, las políticas de defensa debían ceñirse a las capacidades (propias y ajenas) y no a las intenciones (de los otros). En ese sentido, los intereses de seguridad del país debían limitarse a un núcleo básico definido en términos empíricos y no dogmáticos. Además, había que reducir los presupuestos de defensa e incrementar la inversión productiva. Cabe recordar que en la actualidad el presupuesto anual de defensa de Estados Unidos equivale a los de la totalidad de los otros 191 miembros de la ONU y no se ha modificado con la llegada a Washington del presidente Obama. Esa equivalencia es, estrictamente hablando, errada, pues sólo contempla el presupuesto militar que corresponde al Departamento de Defensa. Si se agregan gastos adicionales de seguridad contemplados, entre otros, en los Departamentos de Estado, Energía, Tesoro y Homeland Security, la cifra efectiva del presupuesto militar anual de Estados Unidos es superior. Así, los gastos del Departamento de Defensa para el año fiscal 2009 fueron de US$ 636.500 millones, pero si se agregan los ítems vinculados a la seguridad de otras agencias el total fue de US$ 1.027.500 millones.
Por otro lado, como advirtió Nordlinger, independientemente de la nobleza de la causa, la intervención en los asuntos de otros países era, en general y para Estados Unidos, ineficaz, contraproducente y costosa. Señala el autor que tanto el idealismo de unos como el internacionalismo de otros, en sus versiones contendiente o conciliadora, habían conducido, y siguen conduciendo, a errores políticos importantes y a equívocos morales inaceptables. Asimismo, un despliegue económico dinámico resultaba fundamental para la prosperidad de los estadounidenses: más empleos, más industrias, más educación, más tecnología, más productos eran una genuina garantía para preservar y acrecentar el poder del país.
El aislacionismo reconfigurado se insertaba en un contexto determinado. La realidad histórica demostró que esa estrategia fue positiva en especial en los años en que se produjo una fenomenal ola globalizadora. En efecto, entre el cuarto final del siglo XIX y los primeros tres lustros del siglo XX, una globalización expansiva coincidió con una política aislacionista que le permitió a Estados Unidos beneficiarse de los avances de un sistema cada vez más integrado y eludir los costos en que incurrían las tradicionales potencias imperiales europeas con sus recurrentes pugnas geopolíticas y sus ambiciosas proyecciones de poder. Paralelamente, esa estrategia tenía adhesiones en un amplio arco político: republicanos, demócratas, progresistas del este y del centro del país, así como populistas del Sur compartían los supuestos y alcances de aquella opción estratégica.
Pero una dualidad en política exterior y en otros ámbitos fue ganando terreno después de la Segunda Guerra Mundial. Nordlinger la singulariza, retomando las reflexiones de Michael Kammen, de este modo: los "internistas" (concentrados en lo que sólo pasa adentro) y los internacionalistas (casi siempre expansionistas); el realismo y el idealismo; el puritanismo y el hedonismo; los amantes de la paz y los guerreristas; los pro consenso y los inclinados por el conflicto, constituyen las dos caras simultáneas de una cultura que fue arraigándose. Esto condujo, en el campo diplomático y el militar, a "la ilusión de la omnipotencia a bajo precio", lo que, a su vez, provocó un desproporcionado recurso a la fuerza en la política internacional. La sobrerreacción y la imprudencia impulsaron aventuras externas desacertadas y fallidas. Las presiones y los castigos a los otros -muchos de ellos desmesurados- se convirtieron en un parámetro recurrente que no sólo dañó la credibilidad de Estados Unidos, sino que fue socavando su política doméstica.
Como indica Eric Nordlinger, esa inflación en materia de seguridad afectó la salud fiscal del país y el estado de sus libertades civiles. El experto vislumbraba cómo se iría erosionando la democracia estadounidense de continuar las tendencias mencionadas; algo que actualmente es palpable. De allí su llamada a una estrategia moderada, focalizada y pragmática.
La invocación póstuma de Nordlinger a favor de una suerte de neoaislacionismo no es una consigna que hoy resulte tan atractiva, a pesar de tener un historial exitoso. Pero no se trata de una cuestión de moda o gusto; Estados Unidos y el mundo necesitan que ese país mejore sensiblemente el nivel de debate público en materia estratégica. Un neoaislacionismo adaptado a las actuales circunstancias no debiera descartarse sin explorar su actual razón de ser.
La estrategia de primacía imperante -una especie de vía prusiana en aras de una preponderancia plena- conducirá a Washington a nuevos y mayores errores, tanto internos como externos, al tiempo que la comunidad internacional sufrirá, sin duda, sus consecuencias.
© La Nacion
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