Cada miembro de nuestra diáspora ve en el Estado turco aquello que más le duele, le incomoda, le preocupa o añora. Algunos toman la delantera, se encierran en su caparazón y se rebelan, y tienen razón. Otros son más moderados, se inclinan hacia la prudencia, por si acaso y tienen razón. Algunos se trepan por las ramas de las leyes, otros se cuelgan del barrilete de la historia, también tienen razón. Los historiadores tienen razón, los religiosos y los políticos tienen razón y yo como soñador empedernido y lírico, también tengo razón, pero todos nos manejamos en el filo de la navaja tras mil objetivos diferentes tratando de atravesar juntos o separados una densa nebulosa añejada de hace cien años que no nos permite visualizar el imaginario faro del fin de todas las penurias.
Los más exasperados y los impacientes, acaso los más realistas y reaccionarios, alzan la voz precisamente ante un mundo distraído con sus veleidades y que ha perdido literalmente su facultad de saber escuchar.
Hemos actuado de embajadores sin cartera de nuestras raíces y cultura durante cien años en el exilio, hemos ganado el respeto y la apreciación del mundo entero a fin de que ese mundo tan peculiar contemple nuestro problema y se solidarice con nuestros reclamos de justicia ante el Estado turco que no solamente perpetró un vergonzoso genocidio contra nuestro pueblo, sino que borró de la mente de su población la existencia de la armenidad, siendo el auténtico pueblo originario de la región.
Como no se conformó con masacrar a un millón y medio de hermanos nuestros, cometió otro genocidio cultural con la destrucción sistemática de nuestro patrimonio nacional.
Hoy la juventud turca se sorprende al oír hablar de los armenios, prácticamente los desconocen y rechazan la idea con que sus abuelos fueron, en su gran mayoría, genocidas. Todos conocemos aquel dicho: “No hay mejor ciego del que no quiere ver” Pero ellos, no es que no quieren ver; han quedado ciegos. Y el Estado turco niega su pasado nefasto por miedo a que le caiga el cielo encima, incluyendo el deshonor para su adorado héroe nacional el Ataturc Mustafá Kemal.
Algunos turcos enterados del genocidio, afirman cínicamente con que Ataturc reconoció como criminales a Taleat, Enver y demás genocidas, pero se lavó las manos como Piltatos, pues tenía otras ocupaciones que resolver, eliminar el tarbuch (Fez) por la corbata. Yo, desde mi humilde plataforma improvisada hago oír mi voz exigiendo que el Estado turco rinda cuentas de sus actos de lesa humanidad contra nuestros familiares. El genocidio de los armenios no debe quedar impune. El pueblo turco debe recuperar la memoria y conocer su verdadera historia, no la que le fue vendida por los fariseos de Constantinopla. Debe saber que el Ararat, la montaña sacra de los armenios, no les pertenece, como tampoco son de ellos las provincias armenias usurpadas por su nación. Debe saber también que su país no se extiende por Azerbaidyan y, que tanto Nejichevan como ARtzaj (Nogorno Karabaj) pertenecen históricamente a Armenia y que el “omnipotente” Stalin premió con ellos a Azerbaidyan. Que en realidad Turquía fue usurpado por los Otomanos, robado a los armenios, sus legítimos dueños con más de siete mil años de existencia en la región. Tiene que saber que las obras de arte expuestas en sus museos fueron saqueadas a otros pueblos, que sus palacios fueron edificados por armenios, inclusive Santa Sofía; que su supuesta europeización está resultando una parodia barata, que su añorada asimilación como nación entre las demás naciones del mundo, dependerá únicamente de los armenios. El Estado turco tiene que comprender que la superioridad de las razas no es más que un mito y que las religiones prioritarias no existen; que matar a una sola persona es un crimen y eliminar a un millón y medio de seres humanos no es una simple estadística sino, una millón y medio de crímenes, ¡de Crímenes! y eso es ¡Un Genocidio! ¡Un Genocidio, contra la humanidad entera!
Cordialmente
Rupén Berberian (Raymond)
www.arteraymond.com.ar
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