Aunque nací en Argentina, vivo en Honduras, país del que soy ciudadano adoptivo. Recientemente caminando por el centro de San Pedro Sula, mi ciudad, encontré la siguiente inscripción, a modo de denuncia:
A cualquier armenio la frase “turcocracia es pobreza” le causaría simpatía, y quizás vería en ella un gesto solidario. Probablemente imaginaría que está relacionada con los protocolos recientemente firmados entre Armenia y Turquía, y que es una protesta contra las pretensiones del gobierno de Ankara.
Sin embargo, estas interpretaciones serían un malentendido. En realidad el gentilicio “turco” es aplicado a los árabes y palestinos que emigraron mayoritariamente desde Belén y aldeas vecinas a Centroamérica a principios del siglo XX. Como en aquel momento su patria se encontraba bajo la autoridad del Imperio Otomano, los palestinos llegaban con pasaporte turco. Por ello, tal como les sucedió a los sirios y libaneses en la Argentina, se los conoce colectivamente como “los turcos”.
Estos palestinos llegaron principalmente a Honduras y El Salvador como campesinos, pero se dedicaron al comercio. Eran en su inmensa mayoría cristianos, no musulmanes. Si bien entre ellos hay en la actualidad numerosos católicos y evangélicos, existe una importante Iglesia Ortodoxa Arabe en San Pedro Sula. Comenzaron vendiendo hilos y botones en una canasta y terminaron amasando inmensas fortunas. Hoy, en base al trabajo y al esfuerzo, la comunidad palestina domina en Honduras amplios sectores de la industria y del comercio.
Durante la reciente crisis política, que algunos llaman “golpe” y otros “sucesión constitucional”, la “resistencia”, un grupo que apoyó al ex presidente Zelaya, acusó a empresarios palestinos en Honduras del derrocamiento del mandatario. De ellos provino la frase “turcocracia es pobreza”.
Lamentablemente en Centroamérica se conoce muy poco de los armenios y del genocidio perpetrado por los turcos. Somos muy pocos los que conformamos la diáspora y nos reconocemos aquí como armenios. Mi trabajo por difundir la causa armenia se ha basado en obsequiar libros sobre el genocidio, escribir cartas a los diarios y publicar artículos en Internet que tratan sobre los armenios en Centroamérica. He encontrado receptividad en algunos periodistas; incluso alguno de ellos ha hecho mención explícita del genocidio en sus artículos, pero, en general, predomina el desinterés.
Nosotros somos los responsables de este estado de ignorancia. No pretendamos que en otro continente, a miles de kilómetros y a un siglo de la tragedia, naciones que lidian con sus propias limitaciones conozcan lo sucedido. Sin embargo, hay una gran oportunidad, porque la historia que tenemos para contar es una enseñanza para todos los pueblos. No podemos recuperar a nuestros muertos, pero sí contribuir a evitar que la historia se repita.
Aún hoy a casi cien años de aquel horroroso 24 de abril de 1915, mientras el estado turco insista en el negacionismo, en la intimidación y en la persecución religiosa e ideológica, “turcocracia es pobreza”. En cambio, la armenidad es riqueza, porque prueba que el ser humano que tiene una fe genuina puede levantarse de sus ruinas para ser de bendición a los demás, porque no nos anima el odio sino el trabajo por la paz.
(El autor de esta nota es médico cardiólogo y trabaja como gerente de marketing de una compañía farmacéutica; dedica parte de su tiempo libre a investigar sobre los armenios en Centroamérica)
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